Gramos es la medida de los metales preciosos –el oro, la plata–, de las sustancias prohibidas –la cocaína– y de las que estando prohibidas disfrutan de los beneficios de ser mejor toleradas por la sociedad: la marihuana, por ejemplo. En gramos viene lo que se da en pequeñas cajas aterciopeladas pero también en bolsitas de plástico, papel aluminio o cualquier empaque discreto, que no haga bulto en el bolsillo. De modo que gramos es lo que marca la balanza de precisión que usa la responsable del dispensario de una asociación cannábica de Barcelona, cada vez que un cliente se acerca al mostrador. Dos de Criminal y tres de Amnezia; así las bautizan. Hay media docena de personas en la cola y más gente en las mesas, los sillones y la cafetería, algunos fumando porros. ¿Qué cómo hemos llegado aquí? Porque es fácil entrar. Mucho más de lo que debería ser. En teoría.
El limbo legal que permite a las asociaciones cannábicas dispensar marihuana y productos derivados en sus sedes sociales exige el cumplimiento de una lista de buenas prácticas, una especie de código de conducta autoimpuesto que garantiza la permanencia en los cauces de ese vacío –los hay– y el mantenimiento de la distancia con lo ilegal, pero algunas asociaciones no juegan limpio. Esa lista incluye obligaciones como someterse a auditorías sorpresa, el veto de los menores de 18 años y el imperativo de que los locales funcionen como clubs privados, puesto que al fin y al cabo se trata, sobre el papel, de sociedades cerradas constituidas para garantizar el autoconsumo de sus integrantes.
Es la teoría, pero algunos clubs han decidido probar la suculenta galleta del turismo, o del cliente de paso, se han vuelto laxos en su forma de operar y han permitido que cualquiera disfrute de sus servicios. Difícilmente se puede considerar miembro de un club local a una persona que vive en Chicago y solo una vez se presenta, quizá para llevarse 10 gramos de maría. Eso es comprar, justamente el verbo desterrado de los clubs, el que está prohibido pronunciar porque subvierte lo que por origen y vocación deben ser. Las propias federaciones no los toleran. El ayuntamiento, por su parte, perfila una regulación inminente de los clubs cannábicos.
EN EL NOMBRE DE KELLY / Vuelta al club cannábico. Llegar hasta este mostrador no ha sido difícil. Ha bastado una búsqueda por internet, encontrar que Barcelona, a juzgar por lo que circula allí, ha asumido la capitalidad europea del cannabis, y navegar en una de las dos o tres páginas que no solo explican los pasos para entrar en un club de estos, sino que ofrecen llevar a cabo la gestión. Una asociación apegada al manual de buenas costumbres solo admite como socio a alguien que tenga el aval de un antiguo afiliado, y no le permite gozar de todos los beneficios hasta dos semanas después de haber rellenado el formulario; es una medida de control. Aquí, en cambio, es sencillo. Contactada en una dirección electrónica, una tal Kelly se ofrece a ser ese antiguo afiliado, pero desde la distancia. En el texto menciona tres clubs en los que puede granjear la entrada. «Solo tienes que decir mi nombre y que vas de parte mía. Imprime este mensaje, por precaución, pero no debería ser necesario». Y no lo es, en efecto: «Vengo de parte de Kelly» es un santo y seña eficaz. En el pequeño vestíbulo que precede a la sala de fumadores hay que llenar un formulario, atender ciertas consignas («esto en ningún caso es comprar») y extender la mano ceremoniosamente para recibir la tarjeta de socio con la importancia que supone. Y ya está.
«Naturalmente que no vemos con buenos ojos esta práctica, porque entorpece el proceso de regulación en el que estamos –se lamenta Jaume Xaus, presidente de la Federació d’Associacions Cannàbiques de Catalunya, CatFac, que agrupa a una treintena de asociaciones del sector–. Es la clase de cosas que cargan de argumentos a los prohibicionistas. Lo que se debe hacer es ordenar, y hacerlo sobre la base de que esto no es un negocio, de que son entidades cooperativas sin ánimo de lucro». A la otra gran federación, la de Associacions Cannàbiques Autoregulades de Catalunya (FedCac), están afiliadas unas 25 entidades más. El resto de asociaciones de Barcelona, 150 más o menos según los cálculos del ayuntamiento, van por libre.
LOS PADRINOS / ¿Cuántos padrinos hay en internet y cuántos apadrinamientos pueden llevar a cabo a la semana, o al mes? ¿Y cuántos clubs se están saltando las reglas? Es difícil saberlo. Esta tarde en realidad no hay muchos turistas en la sede de esta asociación, y digno de constatación es solo que el movimiento de gente es constante, que hay una variedad notable de productos para escoger y que la hierba iguala, toda vez que es imposible hacer un perfil del socio: aquí están todos. Pero formar parte de la ruta del turismo es una tentación que algunas asociaciones no han rechazado, y a eso se le llama simplemente vender. Hacer negocio. Ni clubs ni asociaciones ni nada.
«Este modelo de buenas prácticas es una propuesta a la sociedad para mejorar la situación actual, en la que el mercado ilícito domina el mercado de las drogas –explica José Afuera, presidente de la asociación cannábica MACA–. Es una transición para llegar a una regulación mejor en el futuro, pero si estas asociaciones actúan de manera negativa va a pasar como en Suiza, que la sociedad entendió que los dispensarios eran un peligro para la sociedad y decidió cerrarlos todos. Están generando una mala imagen de este movimiento social que propone un cambio de la política de las drogas». Ese, el que menciona arriba, es el gran riesgo: que las autoridades no sean rigurosas y tomen una parte por el todo.
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